Salí como cada año en abril, aprovechando la
llegada del buen tiempo. Nuestro equipo arqueológico viajaba a un exótico país
del Magreb profundo, donde se suponía que había unas ruinas semienterradas,
datadas en el siglo XV. Los estudios nos habían llevado a creer, que se trataba
de la tumba de un monarca de la época, nuestro delirio de exploradores nos
llevó a pensar, que el rey habría sido enterrado con grandes tesoros.
Nuestra residencia durante las
excavaciones, estaba situada en un
pueblecito llamado Adbudd Wazerit, a unos quince kilómetros del yacimiento. La
pensión llamada Narut era el único alojamiento que había en aquel lugar, ni la
describiré, sólo para hacer nuestras necesidades teníamos que salir a la calle,
pues las letrinas estaban a unos diez metros del recinto, creo que con eso lo
digo todo.
Aunque diré que ya estábamos curados de
espanto; en sitios peores nos habíamos alojado durante nuestros viajes, así que
aquella noche nada me impidió dormir como un lirón.
Mi gran sorpresa se presentó al día siguiente
mientras desayunábamos, ante mis ojos apareció una mujer para servir nuestra
mesa, que mi hizo pensar si lo que veía era un espejismo o era una realidad. No
podía entender qué hacía una princesa árabe de tez acaramelada, largo cabello
color azabache y ojos impregnados del color verde de los más bellos océanos, en
aquel lugar tan apartado del mundo.
Me costó dejar mi asiento para partir hacia
el yacimiento, mis compañeros casi me tienen que arrastrar con la silla para
salir del local, la princesa se había clavado como una cerbatana en mi
corazón. Quedé sonrojado mientras mis
colegas se reían de mí, no me quedo más remedio que callar y aguantar las
carcajadas.
Estando en la excavación, no paraba de pensar
en esa dama mientras mis camaradas trabajaban, tanto se había embutido en mi
piel aquella fémina, que hice una de las mayores locuras que había hecho nunca.
Abrí una lata de piña, su liquido lo vertí en un yogurt de arándanos, bebí un
buen sorbo y lo retuve en mi boca, anduve un poco hasta ponerme a la altura de
dos compañeros, entonces me apoyé en una pared de las ruinas y expulsé el
líquido, que salió espumoso y color rojo sangre, éste me chorreó la camisa cayendo
al suelo como si de un vómito se tratase. No pensé que aquello asustaría tanto
a mis compañeros, que rápidamente se pusieron en alerta para llevarme de
urgencias; tuve que convencerlos de que algo me había sentado mal, que no era
nada grave, que sólo tenía que volver a la pensión para descansar. Ellos
cedieron a regañadientes, pensaban que era algo más grave; ¡qué imbécil fui!,
casi meto la pata y me llevan al único hospital que había en la región, que se
encontraba a unos ciento cincuenta kilómetros.
¡Qué alegría cuando me deshice de ellos y
regresé a la aldea! Quería buscar mi lámpara maravillosa, que era el tesoro más
grande que jamás había descubierto, cuando llegué a la pensión, me quité la
ropa manchada y me puse el bañador para salir a las duchas que estaban junto a
las letrinas; sólo había dos duchas, una frente a la otra, la que me tocó no
tenía puerta y en la otra había alguien duchándose. Yo quedé mirando para los
tablones del pequeño habitáculo, me quité el bañador y abrí la ducha, mientras
me enjabonaba escuche el chirriar de la puerta de la ducha que tenía enfrente,
involuntariamente me giré y vi a la princesa Árabe duchándose vuelta de
espaldas, por lo que no se percató de mi presencia; yo sin querer pero sin
poder evitarlo, quedé observándola.
Sus morenos hombros, parecían los arcos del
triunfo erigidos por el propio César; su cuello estaba tan torneado como las
bellas columnas de Trajano; su cabello tenía el reflejo lustrado de la luz de
la hermosa luna; la espalda era el resplandor de las cataratas de Iguazú; sus
dos prominentes nalgas, eran la misma entrada a la ciudad de Petra; y lo último
que quedaba a mi vista eran sus interminables piernas, tan esculturales y
esbeltas que parecían las dos columnas coronadas del templo de Zeus.
Pasaron varios minutos, creyendo que era yo el que observaba y el
observado era yo; ella con sus poderes de diosa lo había notado, permitiéndome
disfrutar de su exuberante cuerpo, gozaba dejándose ver desnuda, lentamente se
fue dando la vuelta mientras seguía enjabonando su cuerpo cobrizo como el
nogal; ni se sorprendió ni tan siquiera se ruborizo al estar frente a mi
mirándome directamente a los ojos, yo agaché la cabeza no creía poder sostener
aquella mirada, incluso tapé mi pene con las manos. Pero mi deseo era tal, que
mis ojos parecían transformarse en acero y su mirada era un imán.
― ¡Levante la vista y míreme! Sólo soy una
mujer desnuda. No se avergüence, la desnudez nos da la claridad de hablar con
toda sinceridad, de la cual en otras situaciones no disponemos. Pero dígame una
cosa. ¿Es casualidad o buscaba usted este encuentro?
Quedé atónito, y antes de poder articular palabra, no pude más que soñar con
las partes de su cuerpo que iba recorriendo con la vista, mientras subía mi
mirada para encontrarme con sus ojos…
Sus pies eran aletas de sirenas doradas de
oriente; no puedo negar que, aunque ruborizado, mi pene dio un respingo al
descubrir la mariposa de jade que tenía entre sus piernas, alas de color azul y
cuerpo diseccionado deseando ser abierto, para en los impulsos ser topada en su
perla nacarada; con ella arrancaría los placeres más profundos de todo aquel
falo que al profanarla, seria decapitado al son de la más bella melodía arrancada
del mismo paraíso.
Seguía degustando su cuerpo con mi vista,
mente, entrañas y corazón; yo no dudaría en hundirme una y otra vez en su sexo
para ahogarme y resucitar en el nirvana de los sentidos más desconocidos; dos
palmos más arriba pausé mi mirada al atisbar aquellos silos de aprovisionamiento,
donde el bebé calma su llanto al saciar su sed y el hombre muere derrumbado de
puro placer.
Ya en su alucinante cara, miré sus labios
aterciopelados como el algodón Libanés; nariz imposible de reproducir y mucho
menos de describir dada su perfección; cejas que aparentaban la profundidad del
universo de los universos; y cuando por
fin mis ojos encontraron los suyos, mi pobre mástil había izado la bandera
hasta lo más alto, en un acto de pudor lo tapé con mis manos… toso, carraspeo y
contesto torpemente:
― Sí, he
buscado este encuentro, mintiendo a mis compañeros y jugándome hasta mi
credibilidad como caballero. Desde esta mañana, no he podido apartaros de mi
mente ni parar la maratón que mi corazón está corriendo… y por mi indecorosa
erección, os quiero pedir perdón mi señora.
― Te tutearé
por lo que conlleva nuestra desnudez, así que te diré que mirar con deseo no es
tan cruel y parar tu corazón cuando galopa de deseo, sería una idiotez; mucho
menos avergonzarte por tu erección que es algo tan natural como beber agua para
calmar tu sed. Por eso te pido que te metas en esta ducha junto a mí y dejes a
tu caballo trotar o galopar, lo que tu más desees.
Tenía tal persuasión y hablar como hablaba
con el corazón, hizo que acercase mi cuerpo al suyo, y rodeándome el cuello con sus manos besó mi
boca haciendo que nuestros cuerpos se fundiesen en unos sólo, como velas
derretidas por el calor. Derrumbada la duna que creía me separaba de ella, me
arrodillé ante su majestuosa mariposa azul, posé mi lengua en su perla dándole
con tanto brío, que me recordaba el martilleo del timbre de mi bicicleta. El
agua se deslizaba por nuestros cuerpos tratando inútilmente de enfriarlos, sus
gemidos entrecortados y ahogados por el agua que recorría su boca, me hacían
acelerar mi lengua a la máxima revolución; se corría una y otra vez mientras
por la comisura de mis labios se derramaba su dulce miel.
Tan excitada estaba, que cogiendo mis
cabellos me hundió en los labios de su
abrevadero, me faltaba la respiración, pero estaba dispuesto hasta morir entre
las aguas de su manantial. Ella al sentirse tan plácida, abrió hasta lo
indecible sus piernas, dándome la oportunidad de coger aire para poder seguir
recorriendo con mi lengua, toda la trayectoria que había entre su cueva de Alí
Babá y el dintel de su mariposa azul; jamás hubiera pensado que comer y
deslenguarme sobre su concha, podía proporcionarme tanto placer.
Saciada la entrada del pórtico de su gloria,
arrebató mi boca y la besó hasta impregnarse de su sabor, luego me agachó
dándome de mamar de sus amapolas de
Britania. Y de repente llegó el momento mágico, cuando ella supo que lo
necesitaba, me ofreció sus posaderas apoyándose en las baranda de la ducha; en
ese momento cogió con firmeza mi blasón y de una certera estocada lo introdujo
dentro de sus entrañas, a partir de ahí me dejo hacer, sin comedimiento empecé
a darle mandobles con mi sable por todos los lados, no pude contener ni el
ritmo, ni la dimensión, ni mucho menos
la fuerza.
¿Quién sabía lo que estábamos haciendo?, unos
dirían el amor, otros fornicando, yo quiero nombrarlo con rotundidad, estábamos
follando sin asueto, sin mimos, sin decoro; gozar sin pensar, disfrutar sin
meditar, apretar sin complejos. Después de varios espasmos vaginales y más de
un subidón de lágrimas blancas hasta la punta de mi miembro; cuando por fin llegó
el gran momento… descargas eléctricas, convulsiones, respingos, golpes
internos, estallidos corporales y al final nuestros cuerpos caídos en el suelo
de la ducha entrelazados como una sola madeja.
Todo duró hasta que volvieron mis compañeros,
por supuesto sin ningún tesoro. El único tesoro lo había descubierto yo,
nadando entres sus joyas y apasionado
dentro de su cofre; a través de los siglos se han descubierto muchos
misteriosos yacimientos, llenos de tesoros a los cuales han bautizado con un
nombre… el tesoro que yo descubrí entre
el sol y las dunas lo llamé Aanisa.
Alejandro
Maginot.